Ya se han apagado los pabilos que
iluminaban los varios funerales del primer Presidente de Gobierno de la
democracia. Entre tanto hipócrita y mendaz penitente que se paseaban por las
cada vez más censuradas emisoras de televisión, peregrinaje masivo del que uno
ya no sabía en donde refugiarse, recordaba mi niñez y me vino a la mente un
párrafo de Memorias de un francotirador en Stalingrado (de Vasili Záitsev) que
decía “¡Qué poderosas pueden ser la fe y la confianza! Cuando nadie te cree, el
alma se te seca, pierdes la fuerza y te conviertes en un pájaro con las alas
rotas. Pero cuando la gente confía en ti, te vuelves capaz de cosas que jamás
habrías soñado”.
No
les voy a mentir diciendo que conocía a Adolfo Suarez, ni que tengo referencias
fiables de sus conductas, motivaciones o justificaciones. Eso lo dejo a sus
conocidos y también a la cohorte de miserables que junto a las doce escuadras
salen de sus nidos fétidos cuando hay óbitos, para situarse en la primera línea
del velatorio y tratar de medrar un poco más a costa del finado. No, tan sólo mantengo
nítidos recuerdos de mi adolescencia en los que una parte importante es todo el
proceso de la transición, interrumpido en el nunca esclarecido 23 de febrero de
1981, que al igual que los otros dos agujeros en la historia reciente española
(el asesinato de Carrero Blanco y el 11 de marzo), probablemente hayan
condicionado más el futuro de la Nación de lo que podemos intuir. Así que poco
tendría que aportar en un país normal, si no fuera porque por estos páramos
pocos españolitos menores del medio siglo conocen aquel periodo. Yerro aquí
gravemente, porque no conocen ni ese periodo ni ningún otro; a fin de cuentas,
si como decía Huntington “una nación es una `comunidad recordada´, es decir,
una comunidad con una memoria histórica de sí misma”, el máximo objetivo de los
políticos de uno y otro signo ha sido que las nuevas generaciones sean parias
en su tierra, asilados del mundo sin patria ni bandera, ovejas mansas al
matadero de sus intereses, de sus corruptelas, en definitiva, de sus carteras.
De
aquella época recuerdo unos años convulsos; aunque los cambios estaban ya
iniciándose en la mente de todos los españoles, llevarlos a la práctica parecía
imposible. Una mezcolanza de normas y situaciones de distintas procedencias e
ideologías hacían muy complicado el cambio de sistema. Una sociedad en la que
los maridos podían disponer de los bienes de sus esposas sin su conocimiento a
través de la figura del consentimiento presunto, en la que aún campaba la
brigada de lo social persiguiendo a izquierdistas mientras hasta en las tascas
se hablaba abiertamente de política, una sociedad en la que el consumo de
drogas no estaba penado (la doctrina del Tribunal Supremo establecía que el
consumo de drogas era una autolesión y que las autolesiones no estaban penadas
por la Ley) pero en la que la gente se iba a Francia a jugar al casino, comprar
libros prohibidos o ver alguna película subida de tono, algunas de las cuales eran
más inocentes de las que se pueden ver en horario juvenil hoy en día. Una
sociedad en la que las personas rezaban el rosario delante de los cines donde
se proyectaba Jesucristo Superstar
pero que también pregonaba el amor libre en las universidades. Una educación
bastante mejor que la presente, con mejor formación y preparación, pero en la
que aún quedaban resquicios dogmáticos. Y por si esos contrastes fueran
insuficientes, una crisis económica galopante, consecuencia de no haber tomado
medidas serias a principios de los años 70, paro en ascenso, delincuencia en
las calles con los bardeos, recortadas y similares brillando a la luz de las
farolas, los picos a todas horas, el talego lleno y los terroristas, como no,
asesinando.
Pero
también recuerdo la esperanza, la convicción de todos los españoles en que, por
fin, éramos ciudadanos dueños de nuestro futuro. Los ciudadanos soñaban con un
futuro mejor, creían que se podía hacer, y se hizo. Por una vez, parecía que se
iba a romper la eterna división entre españoles, casta, tontos útiles y chusma.
Ilusión que empezó a agonizar con la corrupción iniciada a partir de los
gobiernos de Felipe Gonzalez.
Y
la verdad es que en ese sueño tenía un papel protagonista Adolfo Suarez. No
pretendo que salga a relucir la “hora de las alabanzas”, ni hacer un panegírico
para el que no tengo datos. Pero no se me olvida el desgaste de tanto asesinato
terrorista, las críticas de la oposición en las que se hablaba de todo menos de
política (de todas, incluyendo a la
ahora olvidada AP), ni tampoco la convicción que teníamos de la ausencia del
engaño sistemático a la ciudadanía, la creencia en el cumplimiento de las
promesas electorales (el famoso “puedo prometer y prometo”) y en una gestión honesta. Como ustedes verán,
exactamente lo contrario de lo que estilan hoy nuestros politiquillos de tres
al cuarto, estos chisgarabises de la casta que mienten, falsean, se corrompen y
nos roban. Y por eso los ciudadanos, las personas honestas, guardan un buen
recuerdo del primer presidente de la democracia española.
La
transición tuvo muchos errores, muchos fallos, pero no me parece justo
imputarlo a aquellos años. Han sido los mediocres que han venido después los
que no han querido (o sabido) corregirlos. Demasiado ocupados como estaban (y
están), en mantener su pesebre, los tontos útiles y la chusma importamos muy
poco. Y quizás no les falte razón, porque se acercan unas elecciones en la que
los ciudadanos pueden castigar a los dos elefantes del poder, votando a
partidos pequeños (que los hay de todo color e ideología oiga) o, al que su
estómago no se lo permita, no refrendando con su voto las mentiras y
corruptelas de estos dos zotes de la política. Piensen que, a fin de cuentas, los
que van a seguir mandando son los alemanes, que son los que suelta parte de la
guita (nosotros la otra) con la que mantienen estos getas sus prebendas.
Así
que con su muerte, creo que acaban definitivamente los sueños de aquella
sociedad de finales de los 70, que se entierra la libertad y la democracia en
España, porque muerto uno de los referentes de la transición, aquí sólo queda
ya un guiñapo con el que nos van a seguir engañando, y nosotros, como tontos,
tragando.
Por
todo ello, al igual que decían nuestros antepasados romanos, Sr. Presidente, mi
mejor deseo es sit tibi terra levis (que la tierra te sea ligera).