lunes, 7 de junio de 2010

EL CURA


Confieso que no soy persona que se encuentre muy cómodo en presencia de sotanas y alzacuellos. Quizás sea por mis múltiples pecados, por la educación en los Maristas (de los que no tengo queja alguna, vaya por delante), por ese carácter hispano en el que sólo nos acordamos del más allá cuando nuestra vida va a cambiar radicalmente (nacimientos, bodas, entierros), o vaya usted a saber por qué.-

Reconozco sin embargo que me admira la labor que ciertos sacerdotes llevan a cabo silenciosamente para conseguir una mayor justicia social. Sí, lo sé, hay otras instituciones, asociaciones, laicos, que se dedican a esta misma labor… No escribo este artículo para debatir quien lo hace mejor o peor, quien es más abnegado o más merecedor de elogio. El motivo sólo es compartir el cortocircuito que experimenté el otro día pensando en este Madrid nuestro de cada día, y el catalizador de esta historia es un párroco católico.-

Frisa nuestro personaje la edad de sesenta años. Me consta que visita presos, cuida enfermos, acompaña viejecitos, ayuda a personas desarraigadas, alcohólicas, drogadictas, entre otras actividades, realizando una labor social admirable. Varias veces han aparecido vehículos de la policía buscando emigrantes en trámite de expulsión que habían facilitado como domicilio el de la parroquia. Vaya este párrafo para hacer un pequeño bosquejo de este hombre justo.-

Ahora se encuentra desbordado; la crisis incrementa las necesidades básicas, las capas más desfavorecidas son expulsadas de la sociedad, y se ven abocadas al paro, al hambre, a la exclusión social. Y me comentaba hace unos días cómo desde los servicios sociales del muy ilustre y faraónico (la definición es mía) Ayuntamiento de Madrid remitían a personas a las parroquias para que les ayudaran, ciudadanos con hambre, con carencias económicas importantes, sin trabajo, al borde de la delincuencia o de la marginación absoluta, futuros residentes en el banco de la calle, con cartones como mantas, y bricks de vino como única vianda.-

La impotencia que reflejaba su cara me preocupó… No mucho, lo confieso, porque en la vida que llevamos, corriendo tras lo necesario y olvidándonos de lo importante, los comentarios y opiniones que recibimos son olvidados con prontitud. Bueno, casi siempre. -

Así triscaba desde la Glorieta de Bilbao a la Puerta del Sol y observaba, sin pretensión alguna, las obras, obritas y "obrones" de este Ayuntamiento con complejo de exprimidor de limones (me veo ya como un limón por esa acidez que últimamente me embarga). Y, con la conversación en algún recoveco de la mente, y la evidencia del derroche de dinero, pensaba no en aquellas obras que pueden revertir en la mejor producción o en revertir beneficios a los ciudadanos, por muy discutibles que sean… No, ya ni siquiera cuestiono esas; miraba las obras de adorno, de boato, de capricho.-
Cuando estudiaba en los libros de historia las obras, faraónicas, de los austrias o borbones lo mismo da, hechas hace cientos o miles de años con la sangre y el sudor de personas para mayor engrandecimiento y soberbia personal del reyezuelo, tirano, o déspota de turno, siempre pensaba en el esclavo sudoroso, el parisino hambriento o en el soldado de los tercios desangrado en Flandes.-

Y los tiempos dicen que han cambiado… Ya no estoy tan seguro. Todo ese dinero malgastado en decorar una casa con los cimientos podridos, ¿no podía haberse destinado a mejorar la vida de muchos ciudadanos excluidos socialmente? Todos esos recursos malgastados en cambios de ubicación de osos o fuentes, ¿no pudo destinarse a mejorar la producción de la ciudad? Todos esos euros dilapidados en cambios de calles que han arruinado a comerciantes y desesperado a vecinos, ¿no pudo ahorrase aunque sea reduciendo la presión fiscal de los madrileños? Ese afán en gastar euros en obras ridículas nacidas de alguna visión personalista, ¿no tenía una finalidad mejor? Y yo pensaba en el párroco, en los excluidos y marginados, en los parados, y, no sé por qué, recordaba los hambrientos ciudadanos de París mirando Versalles, los esclavos egipcios o romanos, que lo mismo da, o el soldado abandonado y muerto en Flandes…

Gracias, pues, por su deuda, señor Alcalde, deuda que pagarán nuestros hijos, si tienen la suerte de no tener que dormir en la calle, gracias por ese ornato, demasiadas veces de un gusto más que dudoso. Cada euro que malgastan estos nefastos políticos suponen un cartón más para tapar las miserias de los ciudadanos que duermen en las calles, que no tienen trabajo, que han perdido sus casas o que encuentran en el vino malo el consuelo que no les dio aquellos que tenían la obligación de apoyarles.-